La rueda es una extensión del pie

El skate park y la necesidad voluptuosa

Pedro Torrijos
27. 3月 2019
Foto: Balint Földesi

Poco antes de la inauguración, la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid invitó a un grupo de estudiantes a una visita guiada por el Centro Cultural de Villanueva de la Cañada, que el arquitecto cántabro acababa de terminar. Fue como poco sorprendente escuchar a un hombre cercano a los 60, mencionar un deporte —el skateboard— asociado a la juventud, la rebeldía, la contracultura y todos esos clichés de cosas que no hacían los ancianos sino los veinteañeros como nosotros.

Marshall McLuhan. El medio es el mensaje

En realidad, Navarro Baldeweg no habló del skate como deporte sino como excusa para la libertad formal en arquitectura. En una época de explosión de la superficie inclinada, curvada y alabeada; en una época en la que Frank Gehry, Zaha Hadid, Rem Koolhaas, Enric Miralles o Santiago Calatrava, aun considerando sus enormes diferencias conceptuales y de planteamiento, se adueñaban de las páginas de las revistas de arquitectura, Navarro Baldeweg nos quería advertir de la arbitrariedad que se escondía detrás de toda decisión formal: “A mí me interesan mucho los skate parks” dijo. “Porque la función permite una voluptuosidad en las superficies que no se da en otros programas” añadió mientras movía una mano acariciando el aire como lo haría un monopatín en un half-pipe.

Foto: Garon Piceli

Han pasado veinte años y creo que todos estábamos equivocados: yo al pensar que el skateboard (o cualquier actividad, de hecho) está asociada a la juventud, como si la juventud fuese un parámetro inmutable. También erraron las revistas de arquitectura que equipararon el talento casi indomable de Miralles a la autocomplaciencia calatraviana. Y me temo que Juan Navarro Baldeweg también se equivocó. En primer lugar porque las decisiones formales no siempre deben ir aparejadas a una función programática concreta, como él mismo ha demostrado en unas cuantas fachadas inclinadas cuyo motor de creación es esencialmente estético. Pero en segundo lugar, y quizá más importante, porque el alabeo del skatepark, al menos en sus características más definidas, no es resultado del impulso creativo de un diseñador, sino de la particularísima percepción que un patinador tiene de la arquitectura. Si como escribió Marshall McLuhan, la rueda es una extensión del pie, los skaters entienden la arquitectura como ninguna otra persona porque no la ven: la tocan. Los patinadores recorren el espacio con el tacto. Al rodarlo detectan si ese espacio es rugoso o suave, firme o flexible, dulce o áspero. Si la curvatura es de hormigón, el peldaño es de madera o la barandilla es de acero inoxidable.

En su definición intrínseca, el skater no es un creador de arquitectura, es un descubridor de arquitectura. La diferencia es que su herramienta de descubrimiento no son los ojos sino las ruedas. Por eso, las supuestamente libérrimas formas del skate park no nacen con el skate, sino que antes fueron contenedores de otra función, una aparentemente incompatible con el patinaje: nadar. Para entender este fenómeno deberemos retroceder unos cuarenta años y viajar a la soleada California.

Foto: Liene Vitamante

La sequía

En El nadador, relato publicado en 1964 por John Cheever, se narra el vínculo irreal, prácticamente imaginario  entre los Estados Unidos de América y sus piscinas. Una relación de urbanismo hedonista, a veces contradictorio, y en algunos casos imposible, porque desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y con la aparición de la clase media, en prácticamente todos los chalets de todas las urbanizaciones de lo que ellos llaman suburbio, hay una piscina, pero no siempre se puede usar.

Entre 1976 y 1977, California fue azotada por la sequía. No era la primera vez que sucedía y, desde luego, no sería la última, pero esta fue tan devastadora que, en mayo de 1978, las autoridades estatales publicaron un informe de 279 páginas dedicado exclusivamente a evaluar tanto el fenómeno climatológico como las medidas, bien obligatorias, bien recomendadas, que se adoptaron. Uno de los párrafos, quizá el más significativo, dice así: «Casi todos los programas aprobaron restricciones en el uso exterior del agua, tales como lavado de coches, remojado con manguera de aceras y pasos de carruaje, o regado de césped y arbustos». En efecto, y como el consumo se acotó al estrictamente necesario para la salud y la higiene personal, la sequía trajo consigo cambios profundos en el comportamiento y la relación con el agua que tenía —y tiene— un país tan derrochador como Estados Unidos. Algunos de estos cambios fueron circunstanciales, otros perduraron en el tiempo y alguno fue tan explosivo que inventó, literalmente, un deporte. Porque en el informe no aparecía ninguna mención explícita pero entre las limitaciones había una evidente: el llenado de piscinas.  

Foto: Sebas151195

Al contrario que las piscinas de El nadador, de envolvente rectangular y paredes rectas, el tipo de piscina que asociamos a California tiene formas redondeadas, tanto en planta como en la sección del vaso. Por supuesto que estas piscinas de uso meramente recreativo no es exclusivo de California y ni siquiera de los Estados Unidos. Es más, la más famosa la construyó Alvar Aalto en Finlandia en 1938. El estanque de Villa Mairea ya apostaba por la forma orgánica —de riñón— y el encuentro curvo entre el fondo y las paredes no respondía a ninguna decisión estética sino a una puramente estructural: cuantos menos encuentros en ángulo, mejor se reparte la carga del agua sobre el vaso y menos posibilidades de fisuras y escapes hay. 

Claro que el centro de Finlandia es un territorio más bien húmedo, así que la piscina de Villa Mairea no corre el riesgo de vaciarse por culpa de una emergencia hídrica. En cambio, el caluroso clima californiano coloca a sus piscinas en entre el lujo y la necesidad, algo tan contraintuitivo como antiecológico. Porque si son un objeto de recreo, ante situaciones cada vez más frecuentes de sequía, se convierten en artefactos arquitectónicos inútiles.  

A finales de 1976 y durante todo 1977, los patios traseros de las zonas residenciales de Los Ángeles, San Diego o San Francisco formaban un desperdigado cementerio de piscinas vacías. Sin sucedió algo que evitó que fuesen inútiles: en una operación tan antigua como la civilización y tan contemporánea que formará la espina dorsal del futuro de la arquitectura, unos cuantos chavales las reciclaron, las reutilizaron, y las rehabilitaron. De alguna forma, las repararon. Las curaron. Porque esas curvas de hormigón eran un campo para explorar, una silueta donde experimentar el espacio como solo podía hacerse encima de un monopatín. Lo que parecían instalaciones acuáticas abandonadas se convirtieron en los primeros skate parks.

Foto: Skateparkologist

Los críos de Los Ángeles se colaban en las piscinas vacías en actos de vandalismo esencialmente inocuo; ellos solo querían navegar ese paisaje artificial en maniobras de ingravidez instantánea. A veces las piscinas eran privadas, otras eran públicas como la del Pacific Ocean Park de Santa Mónica, al que llamaban «Dogtown». Entre esos chavales estaban Stacy Peralta, Tony Alva y Jay Adams, pioneros de un deporte que acabaría conquistando el mundo y del que ellos serían sus primeras superestrellas. 

Han pasado cuatro décadas y hace ya tiempo que el skateboard dejó de ser una actividad propia de la delincuencia juvenil. A día de hoy, son los propios ayuntamientos quienes incluyen la construcción de skate parks en sus planes de ordenación urbana. Así, en casi todos los barrios de casi todas las ciudades hay uno. En la Mar Bella en Barcelona, en Madrid-Río en Madrid, pero también en el Salar y Bola de Oro en Granada, en  Barreiro en Vigo, en La Nucia en Alicante y así hasta los que se imaginen. El skate park regala a los patinadores, pero también a todos los ciudadanos, no solo unas instalaciones para practicar deporte, sino una topografía artificial única y exuberante, como no la hay en ningún otro lado, como no se puede construir en ningún otro espacio. Hormigón alabeado, bordillos chirriantes y maderas dulces en torno a piscinas construidas para no llenarse nunca. Arquitecturas para ser para ser recorridas por ruedas de plástico que son prolongaciones del ser humano.

Foto: StockSnap

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